En un lugar recóndito de la Constitución Española, hay una misteriosa frase, referida a nuestros diputados y senadores, que reza así: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. (Art. 67.2).
A un mortal común que se tope con este punto de la Constitución, lo primero que se le puede venir a la mente es: ¿qué demonios es eso del mandato imperativo? Dejando que la Real Academia de la Lengua Española acuda en nuestra ayuda, averiguamos que mandato imperativo es aquel en el que los electores fijan el sentido en el que los elegidos han de emitir su voto. Es decir, un mandato imperativo es una orden dada por los ciudadanos a sus representantes, siendo la misión de estos últimos la de ejecutar la voluntad de sus representados.
Pero, se preguntarán... ¿qué tiene que ver esto del mandato imperativo con las promesas electorales?
Pues todo.
La Constitución Española veta el mandato imperativo. La Constitución, nuestra Constitución, permite que en las distintas tomas de decisiones que se llevan a cabo en las Cortes, los diputados y senadores emitan su voto en el sentido que les plazca, independientemente de las promesas que los políticos pudieran haber hecho a los ciudadanos en sus suntuosas campañas electorales, independientemente de los compromisos adquiridos con los electores en sus programas electorales. Los diputados y senadores, una vez tomada posesión de su escaño, ya no tienen que cumplir sus promesas. No se les puede obligar a ello, porque eso sería admitir un mandato imperativo de sus votantes, y el mandato imperativo está vetado.
Y las consecuencias no acaban ahí. Gracias a este veto, en las campañas electorales, los políticos prometen, prometen y prometen, sin preocuparse de si van a poder cumplir, si ganan, sus promesas. O sin intención alguna de cumplirlas. Y los ciudadanos se encuentran totalmente indefensos ante esta situación. No tienen garantía alguna de que los políticos vayan a ejecutar los compromisos por los que les han votado. Al anular el mandato imperativo, desaparece el valor de las promesas electorales. Los programas electorales se convierten en papel mojado.
Y por último, al vetar el mandato imperativo, los políticos se protegen de cualquier intento de los ciudadanos de oponerse a sus decisiones o de controlarles. Los políticos, una vez aposentados en sus sillones, pueden hacer lo que les venga en gana. Durante (casi) cuatro largos años.
Es una extraña regla para una democracia, esta de que los ciudadanos no puedan ordenar nada a sus representantes. ¿Acaso democracia no es gobierno del pueblo? ¿Acaso el gobernante (el pueblo) no puede dar órdenes a sus subordinados (los políticos) para que cumplan su voluntad? ¿Acaso los programas y promesas electorales no están hechos para ser cumplidos?
Al parecer, no.
Sin embargo, para los que creemos que la democracia es algo más que echar un papel en una caja cada cuatro años, para los que pensamos que es el pueblo el que debe gobernar, y no los partidos, existe una alternativa para intentar corregir esta situación. A pesar de la Constitución, es posible que los españoles podamos dar órdenes a los políticos. Es posible que podamos lograr que hagan nuestra voluntad.
¿Cómo? Muy fácil. Al partido que ha incumplido una promesa electoral, no se le vuelve a votar. Al partido que haga algo con lo que no estamos de acuerdo, fuera de su programa electoral, sin pasar por un referéndum vinculante, lo mismo. No volver a votarlos. Nunca más.
Si un número suficiente de ciudadanos actuara así, los partidos se aplicarían el cuento, y se cuidarían muy mucho de prometer lo que no pudieran, o no pensasen, cumplir. Las promesas y programas electorales serían, en la práctica, mandatos imperativos, que es lo que deberían ser.
Y así, el pueblo español podría llegar, algún día, a gobernar.